Una biblioteca “popular” en Luján, mi ciudad. Una sala de seis metros cuadrados con estantes de 1500 ejemplares, desorganizados y arrumbados esperaban la inminente mudanza a otro espacio físico del club. Mientras tanto la soledad y la planificación de diversas actividades eran mi compañía. A un mes de ser asignado mi cargo solo contaba con un promedio de tres usuarios semanales.
Un jueves por la tarde en el silencio de la tarde, comencé a escuchar el bote de una pelota de básquet contra el piso. Me acerco al gran ventanal que daba a la planta baja, y en la cancha de básquet que había al lado de la biblioteca vi a un adolescente, con sus rulos al viento y pantalones cortos tirar al aro. Él y soledad de la tarde.
Un par de días lo seguí viendo, y no lo pensé dos veces más. Bajé la alta escalera desde el salón hasta la cancha, y de ahí al aro. Me acerqué en silencio, mientras él tiraba. Le hice un gesto para que me pase el balón anaranjado. Me lo dio y tiré. Obviamente no emboqué. Le tocó a él y tampoco lo hizo. Mientras tanto, en medio de tiro y tiro me contó que le gustaba leer libros de terror. Le comencé a contar la historia de “La Metamorfosis” de Kafka, cuyo volumen nos había enviado la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CONABIP). Me pareció que le interesó el tema y seguimos hablando hasta que acordamos en juntarnos en un día para comentar esta lectura y aproveché a recomendarle el Corazón delator de Edgar Alan Poe.
Así comenzó el club de lectura de la Biblioteca Popular. Él trajo a otros amigos y llegamos a juntarnos cinco, una vez alrededor de la lectura de los libros de la biblioteca. Éste adolescente se convirtió en uno de los usuarios que más préstamos había realizado en mi primera experiencia bibliotecaria.