«Yo creo firmemente en un Little Free Library en cada cuadra y un libro en cada mano. Yo creo que la gente es capaz de arreglar sus barrios y sus comunidades, de desarrollar sistemas de compartir, de aprender unos de otros, y de asegurar una mejor forma de vivir en este planeta.» – Todd Bol, Fundador, Little Free Libraries1
Si no conocen el fenómeno que es la “bibliotequita gratis,” se pierden una experiencia encantadora. Yo fui testigo de este movimiento por primera vez hace varios años cuando empezaron a aparecer los primeros ejemplares en Waco, Texas. Son de todo tamaño y diseño, corriendo la gama de mera utilidad a creatividad galopante, de lo puramente funcional a lo simpático y juguetón. Y aquí, en Corvallis, Oregon, están—literalmente—en todas partes.
La primera Little Free Library fue construída en 2009 en Hudson, Wisconsin por Todd Bol, el fundador del movimiento, en honor a su madre difunta, quien había sido maestra. Ahora, se encuentran en todo el mundo: en España, hay diez registradas; en Argentina hay dos; en Chile, una; en Brasil, 36; en Colombia, tres; en Guatemala, una; en Costa Rica, una; en Honduras, dos; en Panamá, una; en Puerto Rico, dos; en El Salvador, una; y en México, nueve.
Por mi parte, yo parezco haber caído en la capital mundial de estas hermosuras. Hace tres o cuatro meses que me puse en campaña de localizar y fotografiar todas las bibliotequitas corvaleñas, y ha resultado una misión imposible. En una ciudad de poco menos de 58.000 habitantes, voy por 31 y no toco fondo. Justamente ayer salí a sacar foto de dos ya identificadas y en el proceso me topé con dos más totalmente inesperadas.
Hay bibliotequitas con paraguas, en contestación a las lluvias incesantes del noroeste pacífico; hay bibliotequitas con lámparas para facilitar búsquedas nocturnas; algunas con ganchos para correa de perro, y también bizcochitos para afianzar la paciencia perruna. Hay las pintadas con mano de obra exquisita y detallada, y hay las simples, sin atractivo alguno aparte de los libros que contienen. Algunos “bibliotecarios” favorecen búhos; otros, restos de carteles turísticos. Hay de todo un poco.
Pero, por más diferente y única cada una de todas las otras, todas tienen una cosa muy importante en común. En una entrevista conmigo para Revista Archivoz, Margret Aldrich, Directora de Programas y Medios de Little Free Library.org, me comentó: “Hay algo de lo universal en este fenómeno, desde Nueva York hasta las granjas de Iowa, hasta Pakistán, Australia y Japón: el amor de los libros y de la lectura, el deseo de compartir libros con otros, y una necesidad real de formar conexiones con gente y contribuir a la comunidad de uno.”2
Los “bibliotecarios” de las bibliotequitas son personas que buscan encontrarse con sus vecinos y participar de forma concreta en la vida de sus barrios, algo que hace mucho tiempo ya casi folklóricamente no pasa en gran escala aquí en los Estados Unidos. En realidad, esto es una de las cosas que más me ha atraído a las normas culturales argentinas: el kiosco de la esquina, donde todos, después de un largo día en el laburo, buscan su picadita de mortadela y queso con guarnición de chimento; las mercerías de barrio, donde ya sabe la dueña los talles y planes de vida de todos los parientes de sus clientes; y las “sueltería” local, donde, conociendo al fastidioso de mi perro, me han guardado la última bolsa de balanceado.
Todo esto era, en su momento, supuestamente parte intrínseca de la sociedad estadounidense: sólo hace falta mirar cualquier serie de televisión de los 1950 o ‘60 para ver que este tipo de interacción social es presentada en la cultura popular como elemento paisajístico por excelencia. Si eso es realmente el caso, entonces las bibliotequitas tienen como función central la recuperación de tal orientación social, perdida al pasar los años. Más intrigante aún es si no fuera el caso, si esta representación cultural fuera más estilización idealista. En este último caso, las bibliotequitas representarían la posible reificación de un concepto previamente solamente imaginado, un anhelo colectivo que al fin podría llegar a ser una realidad.
Un artículo de mayo 2019, del diario argentino El País, otorga un espacio social similar a la llamada «biblioteca popular»: “En Argentina las bibliotecas públicas son mínimas y su lugar lo ocupan las populares, caracterizadas por la diversidad.”3 El funcionamiento de estas depende, continúan los autores, de “la estrecha relación con los vecinos”: redes sociales digitales aprovechan redes sociales de carne y hueso para construir, de la nada, lugares de intercambio literario y comunitario.4
Las bibliotequitas, de Corvallis y del resto del mundo, representan—y potencian—lo mejor de una comunidad. El primer grupo que fotografié al empezar mi odisea fueron seis, y esas seis se encuentran en un radio de seis o siete cuadras. Como intimé antes, aquí están en todas partes. Juntos forman una red de almas gemelas, gente que quiere que completos extraños paren en su jardín a examinar su inventario. Personas que quieren tanto enseñar a leer como enseñar a compartir, y enseñan con su ejemplo.
Contagiémonos.
Notas e Imágenes
[1] “Celebrating 10 Years of Little Free Libraries,” Little Free Library.org, accedido 25 noviembre, 2019, https://littlefreelibrary.org/10years/ [traducción del autor].
[2] “We consider the Little Free Library movement to be very inclusive and don’t want there to be barriers for anybody who wants to be involved”: Interview with Margret Aldrich, of Little Free Library,” Revista Archivoz, accedido 26 noviembre, 2019, https://www.archivoz.es/en/we-consider-the-little-free-library-movement-to-be-very-inclusive-and-we-dont-want-there-to-be-barriers-for-anybody-who-wants-to-be-involved-interview-with-margret-aldrich/ [traducción del autor].
[3] Mar Centenera y Federico Rivas Molina, “Las bibliotecas populares de Argentina, semillas de un país lector,” El País (13 mayo 2019), accedido 26 noviembre 2019, https://elpais.com/cultura/2019/05/13/actualidad/1557761906_720624.html
[4] Ibid.
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